domingo, 20 de febrero de 2011

Sabor agridulce

La lectura del libro "A dónde vamos, papá?" me ha dejado un sabor más bien agridulce. No sabría describir todas y cada una de las diferentes sensaciones que me han ido asaltando durante su lectura. A veces me enternecía y otras me ha parecido cruel.


¿Puede un padre -disfradado de ironía, arrogancia en algunos momentos- justificar palabras, frases, ideas del libro? ¿Se debe ser más permisivo de lo normal con esta lectura y darle una vuelta de tuerca para entenderla? Puede ser que sea esto último lo que haya que hacer con el libro, ya que entre sus páginas se desprende a la vez ternura, amor y pasión por sus dos hijos con discapacidad.




Inevitablemente, como musicoterapeuta me llamó la atención este párrafo (mientras casi vislumbraba la intervención que realizaría. Sí, estoy para "hacérmelo mirar" creo yo):


Mathieu no tiene muchas distracciones. No mira la televisión; no la necesita para volverse retrasado mental. Por supuesto, no lee. La única cosa que parece agradarle un poco es la música. Cuando la escucha, repiquetea sobre su pelota como si fuera una tambor, siguiendo el ritmo.


 
Es curioso como el autor crea-inventa un pájaro en el que proyecta su propia situación (él no se compadece de la discapacidad de sus hijos, al contrario, bromea con/de ella):
 
Me acabo de inventar un pájaro. Lo he llamado "Antivol". Es un pájaro extraño; no es como los demás. Tiene vértigo. Es mala pata para un pájaro, pero no cae en la desesperación. En lugar de compadecerse de su discapacidad, bromea.

Siempre que le piden que vuele, encuentra una razón divetida para no hacerlo y hacer reír a todo el mundo. Además, tiene desparpajo y se de los pájaros que vuelan, de los pájaros normales.

Como si Thomas y Mathieu se burlaran de los niños normales que se cruzan por la calle.

El mundo al revés.



Uno de los momentos en los que me quedé casi sin aire al poder pensar que hubiese personas que creyeran la primera frase que escribe el autor. Lo veo, inevitablemente, imposible:



No hay que creer que la muerte de un niño discapacitado sea menos triste. Es tan triste como la muerte de un niño normal.

La muerte de alguien que jamás ha sido feliz, que solo ha venido a dar una vuelta a la Tierra para sufrir, es terrible.

De éste, cuesta recordar una sonrisa.
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domingo, 13 de febrero de 2011

"Hasta este momento, no había hablado jamás de mis hijos. ¿Me daba vergüenza? ¿Huía de la compasión de los demás? Quizás era una mezcla de todo ello.

Ahora que el tiempo apremia, que el fin del mundo está cerca y que cada vez me descubro más biodegradable, he decidido escribir un libro. No quiero olvidarlos, ni que sólo quede de ellos una foto y un carné de invalidez.

Quiero escribir cosas que no les he dicho nunca. Hablar de mis remordimientos. A veces no he sido un buen padre. Muchas veces, simplemente no los soportaba, me resultaba difícil quererlos. Con ellos necesitaba la paciencia de un ángel, y la verdad, no soy un ángel. Cuando se habla de niños discapacitados, se suele poner cara de circunstancias, como hablar de una catástrofe. Por una vez, quería hablar con una sonrisa, y es que me han hecho reír tanto con sus chorradas..., ¡y no siempre involuntariamente!

Gracias a ellos, tengo ventajas que no tienen los padres de los niños normales: no he tenido que preocuparme de si será más conveniente el bachillerato científico o el de humanidades, ni de qué debían estudiar ni de qué harían en la vida..."


Esto es lo que podemos leer en la contraportada del libro de Jean-Louis Fournier "¿A dónde vamos, papá?" que me acaba de regalar mi querido compañero de viaje, A. y el cual comenzaré a leer en cuanto venga de impartir el "Seminario de Introducción a la Musicoterapia" en Valladolid, el lunes por la mañana.


De ahí que no haya podido dedicar mucho tiempo hoy a contar mis impresiones del seminario de Carlos G. Wernicke, ni de la obra de teatro "La máquina de abrazar". Pero prometo hacerlo a la vuelto, algo más tranquila y con algo más de tiempo.



Mientras ese momento de "relax" llega, voy a seguir disfrutando del olor de mis tulipanes, de la música que me acompaña en esta tarde gris y lluviosa de febrero.
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Amor fugaç


Este es un homenaje a una de las personas que más admiro, respeto y quiero.
Cristina Mayor Gavarró
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jueves, 3 de febrero de 2011

Son los pequeños descubrimientos....

… los que nos hacen el día más feliz.


Y en ese estado estoy ahora mismo. Una felicidad inexplicable. Y todo porque desde que redescubrí el funcionamiento del iTunes (gracias a mi hermana) y del iPod, no puedo dejar de disfrutar de EDUARD PUNSET y Redes para la Ciencia.

No se si es sabido por estos lares de mi devoción por este hombre, por cómo está divulgando la neurociencia en nuestro país. A algunos no les gusta, otros le detestan, pero hay personas como yo que sentimos una gran cercanía y admiración.

Me ha costado encontrar el n. 11 de la revista Redes, pero hoy en la parada de Diego León, una quiosquera muy amable y simpática me la ha vendido. La sonrisa ya no se ha ido de mi rostro. En este número, David lópez Bellón firma un artículo titulado La música, un lenguaje universal, que acerca al lectos a los efectos que en el ser humano provoca la música, pero también en los animales y plantas.

Yaiza (mi hermana) me ha enseñado también la cuestión de los Podcast ¡¡Doblemente feliz!!

Así que ahora no dejaré ninguna entrega de Redes sin ver, gracias a que me he descargado sus Podcast.



¡¡Qué poco hace falta para hacerme feliz!!
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